La Realidad Cotidiana en la Historia del Arte /01 {28.000 a.n.e.}






Análisis de la representación de lo cotidiano
con una orientación progresiva hacia
el entorno edificado, lo intrascendente
y su abstracción.







Hace al menos 30.000 años el hombre comenzó a representar el mundo que le rodeaba. Aunque existen evidencias de que el hombre neandertal (entre los 70.000 y los 37.000 años antes de nuestra era) ya daba forma a ciertos útiles y objetos rituales, no hubo una producción abundante de representaciones artísticas hasta que el hombre actual apareció en escena. Durante el último periodo de la edad del hielo, el hombre paleolítico inscribió dibujos sobre huesos y talló figuras animales o humanas en cuernos y piedra ayudándose de herramientas hechas de sílex o hueso. Con un realismo aún más sorprendente, aplicando sustancias minerales, animales o vegetales con dedos, pinceles hechos de fibra y pelo, o estrechos tubos de hueso por donde soplaban pigmentos, nuestros ancestros grabaron y pintaron, primordialmente animales, sobre las superficies rocosas de entrantes y cuevas naturales. Las pinturas rupestres no nos muestran en ningún momento el paisaje montañoso de casquetes polares y glaciares en retroceso que rodeaba al hombre de aquel tiempo, como tampoco es evocada la vegetación del entorno. Sin embargo, sí se presentan fieles representaciones de su fauna autóctona. Debido a las duras condiciones climáticas que hubo de soportar, el hombre prehistórico necesitó alimentarse fundamentalmente de carne rica en grasas para asegurar su supervivencia. Fueron los animales de mayor envergadura los que integraron la base de su dieta y los que, con su denso pelaje, protegieron al hombre de las gélidas temperaturas. Es muy posible que esta dependencia vital, unida a una cultura genuinamente politeísta, sea la explicación a los misteriosos criterios que llevaron al hombre a crear arte, y en concreto, a dejarnos ese inmenso legado de figuraciones animalísticas. El hombre de la edad de piedra pudiera haber creído que cada movimiento originado en la naturaleza era producto de una voluntad, de un espíritu. Desde los insectos hasta el sol, la luna y las estrellas debían ser para ellos entes con voluntad propia y por tanto poseedores de alguna especie de alma.

Viendo los cuerpos sin vida de aquellos que habían muerto, ellos creían que el espíritu había dejado el cuerpo para entrar a formar parte de una dimensión invisible. Pensaban, al igual que la gran mayoría de sus últimos descendientes, que los espíritus permanecían alrededor, flotando en el aire. Se les atribuía la capacidad de penetrar en el cuerpo humano o en objetos inanimados y conseguir invadirlos. Si la forma de una roca les recordaba el rostro de un difunto, suponían que el espíritu de esa persona había ocupado tal roca, llegando a formar parte de ella. Se imaginaban que esos entes podían tomar como residencia sus ídolos de madera o piedra al tallarlos con su misma forma. Los espíritus, creían ellos, eran invisibles omnipresentes y poderosos, y esto explicaba todo lo que sucedía a su alrededor. Para esas personas, que aún no se planteaban la diferencia entre lo material y lo inmaterial, alimentarse de el cuerpo de una fuerte bestia, suponía apropiarse de su espíritu, o, si uno comía del cuerpo de un rey derrocado, uno podía adquirir las cualidades especiales que tuviera ese rey. La carne de animales pequeños y poco bravos debía ser evitada ante el temor de ingerir las imperfecciones de sus pobres espíritus. Si comer del cuerpo de un ser comportaba tragarse su alma, todo lo material que tuviera que ver con él también era portador de ese alma. Cuando una persona veía su reflejo en el agua, creía que estaba viendo su espíritu (lo invisible se hacía visible por la magia del agua). La imagen de algo representaba su espíritu retenido. En los tiempos modernos, tribus aisladas, que todavía viven como lo hicieran sus antepasados de la edad de piedra, podrían creer que un fotógrafo va a capturar su espíritu y por esta razón rechazar ser fotografiado. Estas creencias pudieron ser la única esperanza de supervivencia que le quedara al hombre en un clima tan hostil. Dibujando a los animales en sus cavernas tal vez confió en atraer y asegurar la caza en aquella región. Quizás, mucho antes de reconocer una imagen como una prueba de existencia o el recuerdo del pasado, el hombre la interpretó como el mismo futuro en potencia; o simplemente pensó que lo representado siempre estaría ahí (equivaliendo en la actualidad al consuelo que nos proporciona mirar la imagen de alguien que no está con nosotros). Otro motivo para la representación de animales sobre la piedra bien pudo ser el de adueñarse de la fuerza, la bravura u otras virtudes características de la bestia allí retratada. Una de estas posibilidades puede ser la verdadera, aunque también se puede contemplar una teoría alternativa. En numerosos conjuntos pictóricos parece vislumbrarse cierta similitud con fenómenos astrológicos, de tal modo que los animales vendrían a representar distintos astros y constelaciones. La interpretación de lo desconocido a través de lo reconocible y lo cotidiano, así es como funciona el cerebro humano. No resultaría extraño pensar que nuestros antepasados utilizaron las imágenes de los seres que les rodearon para interpretar todo lo que para ellos era completamente abstracto (desde el lenguaje a los fenómenos meteorológicos y astrológicos). Pudiera ser, por tanto, que todas las conjeturas acerca de las pinturas rupestres hubieran sido reales de uno u otro modo.

Sin embargo, estas posibles motivaciones no son más que fruto de la especulación, razonada según los criterios de una cultura muy distante en el tiempo a la cultura paleolítica. Lo cierto es que el conjunto figurativo resultante nos desvela parte de la realidad en que el hombre vivió inmerso. Supieron reflejar, en ocasiones casi al detalle, la cotidianidad del mundo animal que les rodeaba. En la mayoría de los casos, la fauna evocada en una misma cueva es reflejo del bestiario paleolítico que habitó esa zona.



Tomando como ejemplo la cueva de Lascaux en el sur-oeste francés, una de las cuevas más famosas por la cantidad y calidad de sus pinturas, se puede advertir cierta concordancia entre el inventario de animales que se encuentran descritos en ella y los animales que, según ciertos estudios científicos, veían a diario. El diagrama de la derecha muestra esta posible relación.



Debajo, el llamado “Segundo Caballo Chino”, rodeado de símbolos de diversa interpretación y pintado en amarillo sobre la bóveda de la cueva de Lascaux, Francia, con alrededor de 15.000 años de historia.










Arriba, “Ciervos en el agua”, así llamado por evocar a los animales cruzando un río.

Al lado, dos cabras enfrentándose y, debajo, el panel de “Los bisontes adosados”, donde, para dar una impresión tridimensional, se realizaron reservas y distorsiones escogiendo el soporte más adecuado. Todos de la cueva francesa de Lascaux.











Arriba, pictograma de animales acuáticos junto a una figura antropomórfica sin identificar; podría tratarse de un tipo de dinosaurio marino. Esta pintura monocroma en blanco fue encontrada en una cueva australiana, en el distrito del Río Victoria.


En ese mismo distrito australiano se localizan las pinturas de la derecha. En la imagen superior aparecen dos figuras que se relacionan con los antepasados de una exótica ave australiana. El dibujo está realizado con pigmento blanco y rellenado con rojo. Al pie, animales marinos encontrados en una cueva semisubterránea.













Dentro del continente africano, las pinturas rupestres que han perdurado (a pesar de no encontrarse bajo la protección rocosa de las cuevas europeas) ilustran todavía la fauna autóctona del lugar.
Encabezando esta página, pictograma de una cebra, al galope o quizá vencida en el suelo, encontrado en un abrigo rocoso del interior de Sudáfrica, cerca del municipio de Klerksdorp.




En la imagen izquierda, figura de un hipopótamo, mamífero muy común en el continente africano, grabado con fino detalle sobre una roca al aire libre cercana a Bothaville, en la región de Free State, Sudáfrica.
Debajo, a la izquierda, una jirafa junto a otra figura antropomorfa; a la derecha, grabado de un mandril. Ambos encontrados en abrigos del país sudafricano.





















El Mesolítico y el Neolítico suponen una profunda transformación en la vida humana y, en consecuencia, en su arte. Alrededor del año 10.000 a.C. se produjo una mejora generalizada en el clima de la tierra, que marcó el final de la última glaciación. El cambio climático modificó la vegetación, la fauna, e incluso la configuración de los continentes, obsequiando al hombre de aquel tiempo con un medio ambiente muy similar al actual. En algunas zonas pareció hacerse más grande el mundo. Enormes extensiones de campos llenos de vida, que hasta entonces habían estado desérticos, se abrieron ante los cazadores al retirarse los hielos. En otros sectores, sin embargo, los bosques constituyeron una masa tan cerrada, que dificultó gravemente la movilidad de grupos humanos. La riqueza medioambiental hizo que el hombre se decidiera mayormente por la vida sedentaria, prescindiendo ya del abrigo de las cuevas y estableciéndose en chozas al aire libre. Se desarrolló una nueva forma de subsistencia domesticando especies animales y vegetales. Parece ser que para el hombre no supuso un gran problema adaptarse a todos estos cambios (una prueba de ello es el crecimiento generalizado de la población que se produjo), sino que, por el contrario, le infundieron algo parecido al optimismo.

Esta representación de una danza fálica descubierta en un abrigo de Cogull, Lérida, data de los años 6.500-5.000 a.C. y constituye una de las obras cumbre del Mesolítico. El conjunto está formado por una profusión de dibujos (más de 45) a veces superpuestos, lo cual hace pensar que este lugar fue utilizado continuadamente como santuario.
En su arte se refleja la evolución de la mentalidad homínida. La especie humana es la clara superviviente, la más poderosa, y no es de extrañar que se convierta en la protagonista de sus propias representaciones.

A la izquierda, famosa representación de un recolector de miel sobre las paredes de las Cuevas de la Araña, en la localidad valenciana de Bicorp.



En el centro de la página, a la izquierda, dos figuras realizando acciones de difícil identificación; a la derecha, una familia de pastores nómadas se desplaza en camellos con el rebaño.
Debajo, a la izquierda, una tribu al completo organizando su ganado. Todas encontradas en lo que hoy es el desierto de Tassili N’Ajjer al este de África. Debajo, a la derecha, escena de caza descubierta en el barranco de Les Dogues en Castellón de la Plana.











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